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domingo, 6 de enero de 2013

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UN PASEO POR EL PUEBLO...DE RUTA.

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HISTORIA

La historia del propio pueblo, de ALMENDRA DEL PAN, arranca de muy antiguo. Se tiene constancia de su existencia desde el año 907. Perteneció primero al Monasterio de San Benito de Zamora, para ser más tarde señorío dependiente de la mitra zamorana. Por ello antaño se llamó Almendra del Obispo. Contó de antiguo con un templo propio. Comprobaremos al conocerlo que es un monumento modesto y de escasa envergadura. Por el exterior destacan sus amplios tejados, sobre los que asoma con timidez la breve figura de su espadaña de remate angular. La portada se abre a la sombra de un generoso porche. Tal vano, de orígenes románicos, está constituido con un arco de medio punto enmarcado por una rotunda chambrana. Ya en el interior, hallamos tres arcos fajones que no parecen excesivamente antiguos. Sujetan una techumbre sencilla de madera. Como riqueza importante, destaca la hermosísima tabla que muestra a Cristo abrazado a la cruz, exhibido en las Edades del Hombre, en su exposición de Medina del Campo. Es una pintura admirable, fechada en el primer cuarto del siglo XVII. A la parroquia llegó por una donación realizada en 1873 por don Paulino Rodríguez Gago, vecino de Zamora. Otra pieza valiosa es un Crucificado gótico, de proporciones estilizadas y fina ejecución. El retablo mayor, de estilo barroco, repintado, resulta noble pero común.
ALMENDRA DEL PAN pese a estar situado en una posición media dentro de la provincia, posee las características de un apartado confín. Goza así de una paz y una serenidad envidiables, sintiéndose el inconveniente de quedar a desmano de rutas principales. Se emplaza en una especie de esquina creada por un violento recodo del río Esla. Ese cauce, junto a las cuestas que lo limitan, rodea el término local por dos de sus laterales, aislándolo de las tierras vecinas de occidente. La barrera que supone resulta potenciada por el recrecimiento provocado con el embalse de Ricobayo, cuya presa se ubica relativamente cerca. Existen por allí parajes bravíos, de una belleza hosca y primitiva, que impresiona. Al partir desde la propia localidad hemos de abandonarla por el antiguo camino denominado de San Pedro de la Nave, por su nombre podemos saber que ese itinerario comunicaba con la histórica población que fue la cabecera de su Ayuntamiento. Desde las últimas casas ascendemos suavemente, dejando atrás naves ganaderas y diversas construcciones auxiliares. A mano derecha el terreno se precipita hacia el embalse. Solitaria, una vivienda, amplia y moderna, queda colgada de la pendiente, por lo que goza en esa incómoda posición de notables vistas panorámicas. Los desniveles contiguos se animan levemente con la breve fronda de un pinar de árboles aún muy jóvenes. Conviene dedicar algunos momentos para captar la grandeza paisajística. El pueblo se nos oculta casi por entero, emplazado tras una suave loma. Solo se muestran los edificios situados más en alto. A cambio, el embalse preséntase en amplio tramo, como una superficie azul, bruñida, sinuosa, limitada por cerros plomizos que dejan entre ellos pequeñas ensenadas. Al fondo se marca la masa arbórea de la antigua dehesa de Mázares, ya en término de Palacios y del medio sobresale el Castro de San Martín, perteneciente a Manzanal, recio promontorio limitado por abismos rocosos.Reanudamos ya la marcha. Avanzamos por una pista recta y de buen firme, trazada entre fincas despejadas. Hacia el sur y hacia el oeste el entorno se muestra monótono y uniforme, como parte de una planicie ondulada, desprovista de arbolado. Ante tanta desnudez adquiere un protagonismo singular un grueso montón de piedras, generado al acumular allí los bloques que obstaculizaban las labores agrarias. Más allá álzase al borde una amplia tenada pecuaria y algo más adelante algún arbolillo desamparado en su soledad.Llegamos ya al primero de los varios empalmes existentes. Topamos junto a él con un hito de piedra que señala que ese itinerario forma parte del llamado Camino de Santiago portugués. Seguimos por el ramal de poniente, para alcanzar una nueva encrucijada algunos cientos de metros más adelante. Allí la senda jacobea tuerce hacia El Campillo, en búsqueda del ancestral templo visigodo de San Pedro de la Nave, trasladado a esa aldea desde su ubicación originaria a orillas del Esla. Otra señal de granito, similar a la anterior, sirve para orientar a los peregrinos. Nosotros optamos por la dirección opuesta, es decir por la pista que sigue a mano diestra. Bajamos ahora al fondo de una modesta vaguada. En ella se percibe una intimidad y un apartamiento efectivos. Discurre por allí un pequeño regato, seco casi de continuo, con sus orillas colonizadas por diversos zarzales y algunos escaramujos. Sobre una de las laderas resisten unas pocas encinas, avanzadilla de las más numerosas que hallaremos más adelante.Tras dejar atrás la hondonada y superar ahora un repecho, alcanzamos un tercer cruce. En él la alternativa de la derecha vuelve a ser la acertada. Nos conduce bien pronto, en suave descenso, hasta la convergencia de otro empalme y en él tomamos la variante de la izquierda. Ya de lejos llaman la atención unas amplias tenadas, dotadas de vistosas techumbres verdes, bien retiradas en aquel apartado lugar. Hasta ellas nos dirigimos ahora, precipitándonos por un vallejo que se abre directamente hacia el lecho embalsado del río. Justo a las puertas de esos edificios pecuarios hemos de tomar el último desvío, para remontar por las faldas del poderoso cerro contiguo. Es este teso el denominado Alto de los Castillos, cuyas cotas alcanzan unos 761 metros de altitud.Allá arriba damos por terminada nuestra ruta, sintiendo que el esfuerzo de la caminata tiene aquí generosa recompensa. Comprobamos que la cumbre a la que llegamos es plana y suele sembrarse, pero los bordes se mantienen incultos. Desde lo más alto las perspectivas resultan grandiosas. El lecho fluvial traza bajo nuestros pies la violenta curva ya citada, ceñida por cuestas que se desploman casi a pico hacia la masa acuática. Siéntese el vértigo ante los abismos, potenciado por la tremenda soledad del enclave. Ese nombre de los Castillos acaso se deba al pretérito asentamiento sobre él de algún poblado castreño, ya que la orografía parece muy apropiada. Esa cima semeja un ventajoso bastión, protegido por el lecho del río en dos de sus costados y por ciertas cuestas en los demás. Abajo, en el borde del embalse se halla la instalación elevadora de las aguas para el abastecimiento local, con su precisa dotación de motores y tendidos eléctricos. Hacia el suroeste la plana acuática se abre para formar una cuenca mayor. Las laderas están tapizadas de jarales y moteadas con encinas, dispersas algunas y, otras, formando masas forestales más compactas. Hallamos por allí ejemplares admirables, muy corpulentos, centenarios sin duda. Ignoramos si quedan alcornoques, pues antaño sí tuvo que haberlos, dada la denominación de El Sofreral de uno de los pagos. En los mapas singularizan los rincones meridionales con el calificativo de Verde Esquina, poético nombre que debe de ser la reinterpretación de algún topógrafo del Verdasquina popular, territorio ya perteneciente a El Campillo. Singular importancia tiene El Buraco, o Los Buracos, localizado en las agrestes vertientes de la sombría, muy abajo, cerca del agua. Es una angosta galería, quizás minera, plena de misterio y leyendas, a la que no es fácil acceder.Tras una estancia allá todo lo larga que precisemos, llega el momento del regreso. Salimos por unas sendas que aprovechan la línea de las cumbres, paralelas al río. Por ellas gozamos de nuevo de admirables panorámicas. A través de esas trochas solo llegamos hasta el cerro frontero, dada la existencia de una cola del embalse. Tomamos allí un camino que empalma con el mismo itinerario por el que acudimos y ya lo seguimos en su totalidad. De nuevo en el pueblo, debemos dedicar un tiempo generoso para deambular por sus calles. Destacan y se hacen bien presentes las numerosas viviendas nuevas. Entre ellas perduran todavía múltiples ejemplares de la arquitectura tradicional heredada. Para su construcción emplearon los pobres materiales que proporcionaba el entorno. Así alzaron los muros con lajas pizarrosas muy oscuras, en sobrio bicromismo con adobes y las descoloridas tejas de las techumbres. Las casas son bajas, pegadas a la tierra, agarradas a ella como si evitaran cualquier ostentación. Se forma así un núcleo urbano mimetizado con el paisaje, muy sobrio, distribuido en una trama viaria laberíntica, un tanto irregular.El casco originario del pueblo se asienta en los desniveles occidentales de un modesto vallejo. Se dejaron libres los terrenos de los fondos, reservados para las huertas. Discurre por allí un escuálido arroyo, el cual se alimenta con pequeños manantiales cuyos aportes se aprovechan allí mismo para el riego. Prospera al lado una breve alameda, que se hace presente cual fecundo oasis en el medio de un erial. Sobre los solares que caen hacia el embalse queda un distrito peculiar. Lo forman diversas residencias secundarias, destinadas a fines de semana y estancias veraniegas, para las que la proximidad del agua es el principal atractivo.Temporalmente, la casa consistorial ocupó un pintoresco inmueble que fue de las escuelas, caracterizado por un alto soportal. Ahora, su sede se ha trasladado a un edificio de hechura reciente que se ubica en una zona alta. En él se cobijan las oficinas del municipio designado como Ayuntamiento de San Pedro de la Nave-Almendra. Tal distrito viene a ser el heredero de la ancestral jurisdicción de San Pedro de la Nave. Su cabecera fue la localidad de ese nombre que se situó junto al Esla y que desapareció en la década de 1930 al cerrarse el embalse de Ricobayo. Siete eran antaño los núcleos de población que formaban ese concejo. De ellos solo quedan tres en el actual: El Campillo, Valdeperdices y el citado Almendra. Desaparecieron anegados San Pedro y La Pueblica. Separados al otro lado del río quedan Villaflor, anexionada al ayuntamiento de Muelas y Villanueva de los Corchos, integrado en Videmala.

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